sábado, 8 de diciembre de 2012

Folleto de instrucciones para un hombre frustrado.

Dustin O' Halloran inunda esta noche a golpe de piano mi habitación con un poco de luz. Luz que tú mismo decidiste llevarte en un ataque de inseguridad fingida. Y aquí me hallo, escribiendo a alguien que no merece la pena una vez más, para intentar pasar página en una historia tan incoherente como cada una de mis noches. 

Me pregunto, ojos grises, qué nos lleva a tomar decisiones tan drásticas respecto a las relaciones. La vida está llena de giros argumentales que lo cambian todo en cuestión de segundos. Ay... la vida. Para qué luchar por entender algo que es así, y ya está. No hay persona humana que tenga respuestas a todas sus preguntas. Ni siquiera dispone de suficientes preguntas como para poderse formular aún más preguntas, que tampoco tienen respuesta, y todo acaba por convertirse en un bucle tan absurdo que me da por reír a carcajada limpia, y mandar las neuronas a dar un paseo.

Ay, el nacer. No tenemos elección. Nos sueltan al mundo, y te jodes. A vivir. Con suerte acabarás en una familia medianamente unida, con ingresos, que se preocupe por ti. Y empiezas a tomar decisiones, y a vivir, y a disfrutar eso que se supone que es una infancia y una adolescencia felices, y que serán el pilar de tus inquietudes, tus miedos, tus anhelos y tus futuros pasos como persona adulta. Y de repente ahí estás un día, siendo ya una persona adulta, y llorando como un bebé de seis meses, porque algo en lo que habías depositado ilusión y esperanzas se deshiela en un instante. 

Pero es así. Esto es la vida, supongo. Ni es maravillosa, ni es, tampoco, triste. Simplemente es, y los humanos están ahí, cruzándose unos con otros, constantemente. Apoyándose, odiándose, follándose, queriéndose, ignorándose, humillándose, matándose y amándose. 

Y me echo a reír como un loco. ¿Sabes por qué, ojos grises? 

¡Porque no podemos hacer nada!

lunes, 3 de diciembre de 2012

Estaciones de paso.

Llegué como el agua que barre las calles tras la lluvia. Descendiendo, incesantemente, por cualquier recoveco, grieta o fisura que me permitiese bajar más y más, hasta poder juntar todas las gotas en un mismo lugar. Y bueno, ahí me quedé. Esperando un milagro, o tal vez no esperando nada, sin más. 

Del Invierno.

Las palabras mueren en mis dedos. Es por eso que ya no te escribo como antes, a pesar de que la mayoría de las noches redacte mentalmente páginas y páginas de cosas que te diría si las circunstancias que me atan a la realidad se extinguieran. Pero la necesidad de plasmar en el papel pensamientos, aunque sean a veces irracionales, siempre vuelve. 

Te diría que las cosas están mejor, pero sería mentirte. Todo está como siempre. No hay cambios, ni para bien ni para mal. Solo espero que esto no se convierta en una hibernación constante. Y es que ni el invierno, que me atraviesa con la rapidez de una flecha afilada, me saca de este letargo en el que entré tímidamente, sin darme cuenta. Y ahora no me deja escapar. Se ha apoderado de mi mente.

Te escribiré cuando pase el invierno, a no ser que emigre a tierras más cálidas antes de que el hielo empiece a derretirse. 

Te echo de menos, ojos grises. 

Ven.