Balances. Tan necesarios tras una etapa de cambio como las duchas de agua fría. Y es que no hay mejor manera de ordenar el caos interno que clasificándolo en categorías. No te dejes engañar por eso que dicen de que en todo caos existe un orden, que luego no hay quien salga a la calle con los calcetines emparejados.
Empecemos por lo positivo, va. Demasiadas cosas. Una nueva ciudad, para empezar. Grande. Completa. Algo caótica, también. Casi perfecta. Tan capaz de enamorar como de romper corazones. Después están los pedacitos de carne que han evitado que camine por las vías y me han ayudado a subir al tren. Sí, aunque parezca mentira aún hay gente que prefiere llegar tarde al trabajo, a pesar de que eso implique quedarse sin su café táctico de las doce. Increíble. Y las aspiraciones. Como la espuma, aunque ya se sabe, con esto de la crisis y los champús baratos...
Por otro lado está lo malo. Lo negativo, o lo menos bueno, como prefieras llamarlo. Hoy no me apetece hablar de lo malo. Y no, no me mires así, para eso no me mires. Deja que este brote de optimismo crezca. Y no me recuerdes que siempre se me olvida regar las plantas, que ya lo sé. Lo sabemos, que es peor. ¿Por qué la gente sigue regalándomelas?
¡Ah! Una última cosa: he contado hasta cien... ¡Y funciona!
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