Hola, ojos grises.
Vengo a escribirte por última vez. Sé que ya no hay nada nuevo que pueda decir, y que, como dicen Los Planetas en una de sus canciones, las cosas cuando se estropean es muy difícil arreglarlas. Pero nunca habías estado tanto tiempo sin abrumarme con conversaciones absurdas sobre tu rutina. Y, fíjate qué tontería, hasta eso lo echo de menos.
Aceptar que las cosas no van a ser lo que han sido hasta ahora es jodido. Aunque no es más sencillo tener que aceptar el hecho de que tú, la persona que tanto me ha enseñado, ha hecho las maletas y se ha ido. Es una pena, la verdad, porque he cambiado mucho gracias a ti. He aprendido a valorarme, a tomar decisiones, (¡a comer sano!) y, lo más importante, a involucrarme en una vida que nunca me pareció especialmente bonita. No, al menos, hasta que te conocí.
Siempre recordaré con especial ternura aquella primera conversación. Las primeras no las recuerdo, pero la primera... ¡cómo olvidarla! Yo estaba triste, pero durante horas solo me importó lo que tú me preguntabas con latente curiosidad. Por entonces eras tan desconocido como lo eres ahora. Y es una pena, porque en realidad nunca llegamos a conocernos. Siempre hay factores, tanto externos como internos, que interfieren en las relaciones, y tal vez hemos caído en el error de darle importancia a cosas que, al fin y al cabo, eran tonterías. Bah.
He de admitir que no me esperaba que las cosas fuesen a acabar tan mal entre ambos. Ni siquiera me planteé el que acabaran, la verdad. Por primera vez me apetecía arriesgar y dejar que fuese el tiempo y las circunstancias las que decidieran, y así lo hice. No lo hice bien (tú tampoco) y ahora caminamos en direcciones opuestas, dándonos la espalda, mirando hacia atrás sin la esperanza de volver a cruzar nuestras miradas.
Quedaron muchas cosas en el aire entre nosotros. Viajes, palabras, abrazos, besos, conciertos, libros, vino, cenas, caricias, y reencuentros. Y sé que, aunque te escriba diciendo adiós a todas esas cosas, en el fondo voy a seguir esperándolas. Al menos ahora sé que no significan lo mismo para ti que para mí (¿acaso para ti significan algo?), y que las cosas nunca iban a funcionar entre nosotros, porque somos más complejos de lo que parece a simple vista.
No quiero que me respondas. No, porque sé que de no haberte escrito, tú tampoco lo habrías hecho. Las palabras nunca fueron lo tuyo. Y los hechos, esos de los que tanto presumías, apenas tuve el placer de disfrutarlos.
Podría hacer esta carta infinita, pero he de terminarla ya. Otra de las cosas que he aprendido en estos meses es a decir adiós. Y, si algún día, por la circunstancia que sea, me echas de menos, rompe esta carta en mil pedazos y ven a buscarme. Te estaré esperando con un café caliente en la mano. Y la boca llena de besos.